Ekwensu en un relato mítico Igbo
“Tan enormes como sinuosas llamas surgían del candente rojo vivo del fuego, ardiendo a través de los arroyos secos que bordeaban Ugwu mmuo, las montañas de los espíritus, azotando con sus furiosas y colosales llamaradas como solo un descontrolado incendio lo hace. El fuego parecía vivo, mutable y hambriento.
La vorágine que se formaba a su alrededor por las volutas que se arremolinaban por todas partes lo mantenían quemando lo quemado, encendiendo lo encendido.
Pero esa noche Ikuku, el aire, ni siquiera estaba en Ugwu mmuo. De hecho, Ikuku nunca había pisado Ugwu mmuo. Nunca había sido bienvenido. El palacio de Ekwensu estaba invadido por las llamas más feroces, despiadadas y ardientes, inimaginables, justo como a Él le gustaba.
Kitipka
A Kitipka, la viruela, no le importaba tanto la pirotecnia. Le gustaba más cuando Ekwensu apagaba las luces como lo hacía cada vez que iba a visitar a algunos de los otros dioses, o tenía una dama encima. Pero últimamente nada de eso había sucedido. De hecho, hacía mucho más de seis décadas humanas que Ekwensu no había salido de Ugwu Mmuo. Se mostraba satisfecho enviando a Kitipkpa a la tierra y que le trajera de vuelta mujeres de grandes pechos, o que colocara trampas con las que atrapar a los fornidos guerreros mortales que luego usara como su guardia o enviaba como correos al mundo de los vivos.. Kitikpa, pensativo, reflexionaba pensando que realmente Ekwensu era un dios despreciable.
Ekwensu se sentó en su trono de calaveras, jugando con su Ite Ekwensu, su Caja de Pandora. Levantó la vista y vio a Kitikpa acercarse a su cámara con una mirada de feroz determinación en sus ojos. “Tal vez, finalmente tiene las respuestas que le he estado pidiendo”, pensó Ekwensu. “Ya veremos”.
Kitipka encontró a Ekwensu en su estancia, una enorme habitación sin techo discernible. Estaba adornada con cráneos de humanos conquistados y bestias, truculentamente pintados. Algunos de los animales ya estaban extintos, y sobre sus extraños cráneos se reflejaba el fuego pareciendo vivos y envueltos en una tétrica danza. Su trono de cráneos estaba sostenido por los huesos de un antediluviano animal; una de los macabros trofeos que Ekwensu mostraba orgulloso.
Idemmili
A pesar de todo esto, lo más prominente en la habitación era una enorme fuente de agua que parecía venir del cielo y vaciarse en un pequeño pero luminoso lago justo en el medio de la habitación rodeada de tinieblas. Se rumoreaba que era un regalo de la propia Idemmili, diosa primordial del agua, de cuando Ekwensu todavía se molestaba en socializar con el resto de los dioses. Era muy popular en aquellos días; enorme, negro, poderoso y extremadamente astuto, con gran reputación como maestro del Caos. Ahora, sentado sobre sus cráneos, jugando con sus juguetes, Kitipka casi sentía pena por el negro dios.
«Ekwensu! Saludos, gran guerrero». Kitikpa se inclinó muy ligeramente.
«Kitipka, príncipe de la travesuras; mis ojos y oídos! Yo también te saludo. ¿Qué noticias te llegan? »
Kitikpa respiró hondo y habló: «Ogbunabali* estaba en Igbere*24»
*24 Nota: Ogbunabali, el Alusi de la muerte sobre todo entre los Ikwerre. Igbere ciudad del estado de Abia en la antigua Nigeria Oriental alejada de los Ikwerre
«¿Qué?», preguntó Ekwensu, en un quebrado y agudo grito enarcando sus tupidas cejas denotando su curiosidad.
«Dije que Ogbunabali estaba en Igbere, mató a 3 hombres, incluido el hijo de Odogwu, y ahora empuña la espada de Ogun. Lo vi pasar, Ekwensu. Yo estaba allí presente y visible. Esto no es un rumor».
Esta inesperada noticia, entusiasmó a Ekwensu mucho más de lo que mostraba. El juez de Odinani, su viejo amigo estaba de vuelta en el negocio.
Ogbunabali
El asesino más letal que los dioses tenían en su libro, Ogbunabali, se había ausentado sin previo aviso, desertando de sus obligaciones durante más de cien años, y ante su falta, muchos dioses se habían tenido que poner a hacer sus propios sucios trabajos. Esta era por tanto una gran noticia.
«¿Qué más, Kitikpa?»
«Encontré a Iwuanyanwu*25»
«Qué???» esta vez Ekwensu no hizo ningún esfuerzo por enmascarar su asombro mientras se levantaba abruptamente de su trono, con sus músculos en tensión.
«Encontré a Iwuanyanwu», repitió Kitipka con calma. «El verdadero Iwuanyanwu. No ese niño albino al que alimentó hasta la muerte en Amambala».
*25 Nota: Creación o hijo de Anyanwu el dios del sol, que encarna la ley o mandato de la deidad.
«¿Encontraste el engendro de Anyanwu?» Ekwensu escudriñaba a Kitikpa percibiendo que le debía reconocimiento hasta casi bordear el respeto.
«¿Dónde está? ¿En el pueblo o la ciudad?»
«Ella, en realidad. Y actualmente está en la ciudad».
Las cejas de Ekwensu se levantaron en estado de shock por tercera vez ese día. «¿Ella? ¿La semilla esencial de Anyanwu es una mujer? Las cosas maravillosas nunca cesarán jajajajajajajaja!!!»
«Pues búscame a la Bestia, Kitipka»
Agu Ekwensu
«Espera, ¿qué??» Fue el turno de Kitikpa para quedar sorprendido. La ‘Bestia de Ekwensu’ no había sido convocada en años. Décadas en realidad. El gran león negro que Ekwensu montó durante sus batallas y guerras fue encerrado en lo más profundo de Ugwu mmuo. Agu Ekwensu como se conocía a la bestia tradicionalmente, era colosal, poderosa, aterradora y cegaba a cualquier mortal que mirara directamente a sus ojos. Convocar a la bestia solo podía significar una cosa.
«Lo has hecho muy bien hasta ahora Kitikpa, pero me quedan algunas cosas más por hacer. Las señales se están alineando. Tenemos que prepararnos»
«Necesito que vigiles a mi hijo, Alu. Hazlo discretamente, y asegúrate que no se dé cuenta. Pero quiero saber exactamente dónde está y qué está haciendo»
«Lo haré, por supuesto, jefe» Kitipka se estaba emocionando. Había un destello en los ojos de Ekwensu que no había visto en mucho tiempo, mucho tiempo. Algo grande estaba a punto de suceder. Después de todo, Ekwensu nunca había cabalgado a la bestia para meras chuletadas.
«También quiero que encuentres a Ogbunabali. Averigua dónde se esconde en estos días, pero no le contactes. Déjame eso a mí»
Mkporogwu
«¡Claro que sí, jefe!», sonrió Kitikpa. «¿Alguna otra cosa?»
«Sí. Una cosa más, ponte en contacto con el sacerdote principal Mkporogwu. Necesitaré una mascarada. Es el único Dibia en el que confío ahora mismo».
«Ahaaaa» chilló Kitikpa. «Vas a la tierra, Ekwensu. Vas y no quieres que Anyanwu lo sepa. ¿Por qué si no vas a pedir una mascarada?» Kitipka no pudo evitar la emoción de su voz. Miraba a Ekwensu y sonreía tímidamente.
«Sí. Sí, voy» Ekwensu se rió de la mirada en la cara de Kitikpa. “A este le gusta cualquier razón para causar percances y caos”, pensó.
«Dile a Mkporogwu que me consiga a Izaga*26. Bellamente adornado con todas las galas, me gusta viajar con estilo».
Ekwense y el mito
«Taaaaaa Ekwensu! ¡Iré contigo! ¡No hay manera de que me vaya a perder esto! He estado escondido en este tu reino de microondas, solo contando almas y observándolo crecer y crecer durante siglos. De ninguna manera me voy a perder las cosas realmente divertidas»
*26 Nota: Conocida mascarada Igbo con capacidad de cambiar de aspecto
«Buhahahaha qué es un microondas, Kitipka?» Suspiró «Deberías salir más, jefe»
«Jajajajaja eso es lo que dice Idemmili» dijo Ekwensu encogiéndose de hombros.
«Muy bien, pues. Si insistes en asistir, etiquétate, hazte una pequeña mascarada. Tal vez Aji Busu. Tendrás asientos en primera fila, pero ni se te ocurra estorbar en mi camino»
Kitipka sonrió y desapareció, para cumplir las órdenes de su amo. Podía jurar que antes de irse vio a Ekwensu sonreír de reojo, fue la sonrisa más aterradora que jamás había visto en un dios.
El fuego había alcanzado un punto álgido. Teñido de fulgurante rojo el inframundo estaba inflamado por el más feroz incendio, ahora contrayéndose desvaneciéndose o dilatándose hasta agigantarse en sintonía con el estado de ánimo de Ekwensu.
Entonces el dios negro se rió.
«BUHAHAHAHAHAHA!!!»
Hilo narrativo
Una risa que resonaba entre las piedras y retumbaba entre los huesos de los olvidados guerreros muertos. Una risa que parecía alimentar los incendios, y a su vez estallar por los incendios. Una risa perturbadora, profunda, como el borbotón de un manantial de sangre, aterradora.
«JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!!!»
«HAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHAHA» Se oyó desde el foso de la ultratumba… Desde esas entrañas de Ala mmuo, la Bestia rugió.
Las almas perdidas se apresuraron a protegerse.
Los muertos se agitaban desvelados en su sueño eterno.
El inframundo, su tierra, vibraba trémulo por el agónico bramido de la risa loca de Ekwensu.
El dios negro también había vuelto al negocio.
El anciano Mkporogwu fue despertado por el sonido de la risa que tremolaba en sus oídos, como restos de un sueño que se desvanecía rápidamente. Se puso de pie y salió de su choza para lavarse la cara y ponerse un pareo. Reconoció esa risa. Ekwensu no se había reído así desde los días en que deambulaba libremente y luchó junto a los mortales en esta misma tierra. ¿Podría ser que… No…. ¿es posible? No… No puede ser. Sin embargo, sea lo que sea, Mkporogwu estaba seguro de que lo iba a descubrir muy pronto. Sacudió su pene para acelerar el goteo de su orina, luego regresó a su cabaña para ver que, casualmente, Kitipka estaba sentado sobre su cama de bambú.
«Mkporogwu nwoke ike!!» dijo Kitipka saludando al anciano: «Perdón por despertarte de tu de seguro bello sueño»
«Kitipka onye egwu! Debería haberlo sabido. El que los dioses han elegido, debe contar el sueño como un lujo. ¿Has venido a mostrarme algunos de tus nuevos trucos?»
«Jajajajaja, No. Esta noche estoy en un asunto serio. Vístete Viejo, tienes un largo día por delante»
Harmattan
El calor era insoportable. En todas partes parecía se estaba en un candente horno. Febriles y sudorosas las gentes se preguntaban qué pasaba con Harmattan el frio viento que hasta ayer obligaba a cubrirse. Los niños, desnudos, lloraban en las calles, pero el asfixiante calor impedía que las lágrimas brotaran secándose en salina arena nada más asomarse al lacrimal. Ventiladores y aparatos de aire acondicionado entre sofocantes y hediondas humaredas borboteaban plásticos sumando infernales grados. Se extendía un miedo, genuino, a morir asado.
Algo andaba muy mal en alguna parte. Alguien mencionó la capa de ozono, aferrándose todos a esa explicación. Tal vez la capa de ozono se había agotado, finalmente, por completo. Quizás.
En Yaba en la esquina de un mercado, desapercibido entre el enjambre de mortecinas y confusas gentes, un hombre, ya loco, completamente desnudo y acostado sobre el cuarteado fango que formaban sus propias deyecciones murmuraba: «Gịnị na-eme, ihe na-eme n’ụwa» “qué está pasando, qué está pasando en el mundo”
Pero sí. Era la cólera del dios. La ira que brotaba de sus entrañas que incluso hacía sofocante respirar…
Ugwu Mmuo
El dios negro estaba enojado. La cólera serpenteó desde su propia esencia y se extendió por todo el Ugwu Mmuo. La tierra de los muertos, que se había convertido en la morada de Ekwensu durante largos siglos, estaba anegada por su ennegrecida rabia. Los siervos de la oscuridad y las almas perdidas atrapadas en Ugwu Mmuo temblaban acobardados ante esa negra cólera que impregnaba todo el ser de Ekwensu.
La única manera de describir el poder de la rabia de Ekwensu es la negritud, lo deleznable en que se había convertido lo negro, trasmutando lo antaño natural en lóbrego y sofocante tono que iba destruyendo todo lo que abarcaba a su paso, absorbiendo toda la felicidad y esperanza de cualquier alma viva alrededor. Pero hacia noches, incontables noches que no había un alma viva en Ugwu Mmuo. Ninguna habría sobrevivido.
Ekwensu irrumpió atravesando los oscuros pasajes con rabia asesina y frustración palpable, todos sus secuaces, sirvientes y semidioses se alejaron corriendo de su vista entre el espanto y el miedo, observándolo desde distancias seguras. Era fácil entender por qué incluso los dioses se sentían atemorizados por Ekwensu.
Como tallado, extraído de un inmenso ébano, exageradamente musculoso, grande hasta la inmensidad con sus casi tres metros y negro. Negro como su calva cabeza coronada con dos largos y rotundos cuernos, Mpi, que arrebató a un dios derrotado. Con su enorme cuello negro adornado con cráneos de valientes mortales que pisaron la tierra de los muertos sin otra razón, aunque nunca pasaron por Ugwu Mmuo.
Mkporogwu
Su enorme torso desnudo adornado con hechizos de protección pintados por Idemmili, la diosa del río, referenciando antiguas batallas junto a mortales y otros dioses. Sus costados y muslos cubiertos con un tejido encantando con un poderoso hechizo y antes propiedad de Mkporogwu, el Dibia, sacerdote más grande de la tierra y medio mortal, que hacía tiempo ya, había vendido su alma a Ekwensu.
«Kitipka! Kitipka!!!!» Atronó Ekwensu desde sus cámaras privadas. Kitikpa fue su último prisionero del inframundo, un dios benigno y maestro de las artimañas que vagaba por la tierra libremente antes de la guerra, y era muy popular entre las mujeres mortales. Al verlo Ekwensu se recordaba a si mismo hace muchos años cuando el tiempo no corría. Antes de la gran batalla de los dioses. Antes de que fuera expulsado de Elu Igwe, aquel Olimpo, hogar de los dioses mayores. Y no como ahora relegado a la oscuridad.
«KITIKPA!!!!» «Estoy aquí Ekwensu. No hace falta despertar a los muertos»
Kitikpa había estado observando en silencio al encolerizado Ekwensu desde los pasillos. Él sabe por qué el dios oscuro estaba tan enojado. Realmente no le importa. Kitikpa odia el inframundo. Solía habitar en Elu Igwe con Anyanwu, el dios del sol y su hermosa diosa Ala. Solía estar lleno de vida y diversión, capaz de visitar la tierra y a los mortales cuando quisiera. Incluso tenía un par de semidioses que le eran leales: Njakili el dios de las bromas, y Anwuru, el intoxicador.
Iwuanyanwu
Solían divertirse mucho con los mortales hasta que se acercó demasiado a la hermosa hija de un Iwuanyanwu. El recuerdo le hizo suspirar. Esos días se habían ido. Hace tiempo que se fueron.
«Pareces enojado Ekwensu. ¿Para qué me necesitas?» «¿No sabes por qué me siento ávido de sangre Kitipka? Siempre lo sabes todo»
Kitikpa sopesó sus opciones. Mentir a Ekwensu, dios del inframundo, defensor de los reinos oscuros, guardián de las almas perdidas y venerado guerrero de la tierra. Mentirle y experimentar la furibunda ira que dirigiría sobre él al enterarse, o decir la verdad implicándose también a sí mismo, sabedor que además una pandilla de displicentes mortales seguramente encontrarían una muerte violenta y repentina a manos del dios negro.
«Amadioha envía sus saludos» dijo al fin saliendo porla tangente. «¿Qué tiene que ver el viejo Amadioha con algo?» Rugió Ekwensu!! «Él es viejo y senil, ‘una mentira’, y no tiene poder aquí en Ugwu Mmuo, ‘una verdad’, y no me importan sus saludos!!»
Hasta aquí el meditado estancamiento de Kitipka. Ya no había modo de evitarlo, tenía que tomar una decisión. Una elección pavorosa. Casi prefería morir. Por primera vez desde que recordaba su existencia, Kitipka deseó ser mortal.
Lekki
El complejo de ‘Madam’ es el más grande de Lekki, su finca. Viaja en una caravana de automóviles que la mayoría de los dictadores del tercer mundo envidiarían mucho. Se rumorea que ganó dinero en el boom petrolero de los años 70. Otros creen que ella se ocupa en diamantes y piedras preciosas. Aún más personas creen que ella dirige el sector de energía de todo el país, saboteándolo y luego comprándolo a bajo precio a través de numerosas compañías de distribución. La señora es una fuerza a tener en cuenta.
Ekwensu y su pequeña comitiva atravesaron la puerta atrincherada de ‘Madam’. En una sorpresiva oleada de violencia, dirigiéndose directamente a donde estaba sentado el primer policía, pistola en mano, cigarrillo en boca. Apenas tuvo tiempo de pronunciar las palabras ‘what the fuck’, ‘qué carajo’, antes de que Ekwensu le diera un cabezazo rompiendo su casco y astillando su cráneo dejándolo inerte.
Rápido como un destello, ya estaba ante el siguiente policía, que atónito lo sintió sobre sí, para sentirse luego lanzado con tal fuerza contra el suelo como para no sentir ya cómo se rompía su crisma en el letal golpe. Un tercer guardia armado, petrificado, lo observó sin entender cómo el enorme enmascarado había golpeado a sus dos colegas hasta la muerte, mientras que una máscara más pequeña y un descomunal engendro de lycaón león y carnero, disfrutaban del espectáculo.
el engendro
Levantó su arma para disparar, pero en ese preciso momento, el engendro se dio la vuelta y lo miró de frente. Absorto, vio aterrado los ojos más espantosos que jamás hubiera imaginado ver en hombre o bestia. Peor que mirar el pozo del infierno a través del hueco de una cerradura. Miró fijamente durante lo que le pareció una eternidad, pero había sido nada cuando sus ojos le habían explotado hacia dentro de su cráneo espurreando una blancuzca mezcla sanguinolenta. Cayó muerto sin darle tiempo a exhalar un grito.
«¡BASTA!» Gritó la Señora, apareciendo frente a su casa. Alta, de lustrosa aunque erizada piel, incluso distinguida si no fuera porque apenas podía reprimir que su miedo era cerval. «¡Basta ya de todo esto! Si vinisteis por mí, detened esta debacle innecesaria ahora mismo»
«BUHAHAHAHAHAHAHAHA» los enmascarados rugieron en risas desconcertantes que sacudieron los cimientos de toda la finca. «Muy bien, pues. Ven con nosotros Obiageli. Espero que no te importe mojarte un poco» Espetó Ekwensu burlón.
La prensa estaba teniendo un día de trabajo de campo, miles de preguntas sobre la excavación y ni un dato. Señora secuestrada en su fortaleza. Tres policías brutalmente asesinados sin una pista, o un solo disparo. Sin señales en el recinto de entrada o salida forzada. Nada reportado como robado. Ni una palabra de los secuestradores.
Ani
Esa noche, el Jefe de Policía y otros 4 oficiales de servicio habían dimitido sin un murmullo. Todos los esfuerzos por saber algo habían resultado infructuosos.
En lo profundo de la tierra, más allá del palacio de Ala, la diosa también llamada Ani, en medio de la tierra, lejos de los ojos vigilantes de Anyanwu y Amadioha, justo allí en la confluencia de los siete mares, Idemmili fue despertada de su descanso por un sirviente claramente desconcertado.
«¿Ogini? ‘¿Qué?’» Idemmili preguntó, sus defensas se elevaron de inmediato. «Nwanyi Oma ‘hermosa mujer’ tienes un visitante… errr!! Perdóname, visitantes Nwanyi Oma. Y un extraño»
«¿Quién o qué?» «Ekwensu y Kitikpa están aquí Nwanyi Oma. Con un mortal que no reconozco»
Ide Mmili
Los ojos de Idemmili aún incrédula, se abrieron como queriendo salir a pasear, para luego con sus carnosos y sensuales labios remarcar una libidinosa mueca que recordaba o aventuraba, o ambas cosas, augurando travesuras que tal vez los dioses, curiosos, creen que son cosas de humanos que ellos deben comprobar. Hacía muchos años desde que Ekwensu dejó su huella en Ide Mmili. Aunque no suficientes como para no recordarlo. Esto prometía ser interesante.
De todas las deidades del País Igbo, Ani o Ala es la más venerada. Su esencia es la tierra y como tal es bastante apropiado que su nombre se traduzca libremente como ‘la Tierra’. Ella es la madre nutricia, la moralidad, la fertilidad y la creatividad.
Ella es gobernante del inframundo, manteniendo generaciones de antepasados en su vientre. Es tutora de las mujeres y de los niños. Ella es esposa de Amadioha. Y Eke, la poderosa pitón es su mensajero personal.
A veces, Ala aparece como Eke. Otras como Madre primigenia en toda su gloria, sosteniendo la luna creciente. Sin embargo, otras veces aparece como una niña, cuyo cuerpo está envuelto en un sudario y cuyos ojos son lunas de cristal blancas, y sobre cuyos hombros giran esferas terrestres.
Okobi
Fue así como eligió presentarse en Ozonmili cuando un joven llamado Ifeanyi asesinó a Okobi, su vecino, por una disputa. Ifeanyi era un muchacho cuyo padre gozaba de gran riqueza y fama. Era hijo único, y en posición de heredar ingentes tierras de cultivo y repletos graneros de ñame. Llegó a su familia en la vejez de su padre, por lo que le habían mimado sobremanera. Okobi, por otro lado, provenía de un entorno humilde en el que comer ya necesitaba de sudor que él generaba, gustoso, trabajando incansable la parcela para alimentar a un padre ya delicado y a su madre.
La prematura muerte de Okobi no se habría producido si la tierra de su familia no hubiera compartido un límite con la de Ifeanyi. Él que a diario recorría limpiando y arreglando su parcela sabía bien sus límites marcados por una gruesa palmera. Él incapaz de recorrer en meses sus tierras tan solo pretendía dejar sentada su posición, fijándola en un joven mango. Lo que era nimio para uno resultaba gravoso para el otro. Okobi,seguro, afirmaba que la palmera. E Ifeanyi Insistía en que el árbol de mango, lo que conllevaba buen número de metros más. Ifeanyi acostumbrado de siempre a conseguir lo que quería, cuando Okobi se reafirmó, enfureció.
¿Cómo alguien tan mísero se atrevía a desafiarle? A Él, un príncipe en Igboland. Enfurecido, cogió un machete y lo blandió contra Okobi. Este atónito intentó esquivarlo, pero sin éxito.
El golpe le impactó en el cuello mortalmente. Su cabeza quedó colgando, macabramente sujeta sobre el hombro derecho por una tira de piel. La sangre, testigo mudo, tiñó todo.
ihe-árú megide uwa
Este asesinato de un miembro del clan era una ‘abominación contra la tierra’ ihe-árú megide uwa. Y esto dejaba claro lo que la gente de Ozonmili, como la de cualquier otro lado en el mismo caso,debía exigir a Ifeanyi. Debía ser desterrado para siempre de su pueblo. Pero el padre de Ifeanyi, un jefe titulado Ozo, colmó de dádivas y regalos a los ancianos prominentes, sacerdotes principales y santuarios de renombre, tratando de evitar la sentencia de su único hijo.
Pero Ala no sería engañada. A los pocos días, en el silencio y oscuridad de la noche, Ala se presentó ante el padre de Ifeanyi. El anciano estaba durmiendo cuando sintió que algo extraño le agitaba su subconsciencia. Se despertó y entonces vio a Ala frente a él en su aposento. Había aparecido como niña, envuelta en un sudario blanco. Sus ojos, dos lunas de cristal y dos pequeños globos terráqueos girando sobre sus hombros.
«Ifeanyi debe dejar esta tierra antes de que hoy, salga el sol, y, de seguido, debes honrarme con sacrificios para que yo me sosiegue, que yo, la Tierra, me apacigüe» Le conminó Ala. El padre de Ifeanyi temblaba. «Si así hoy no sucede, abriré el suelo a tus pies y te tragaré con toda tu familia» La última imprecación de Ala fue definitiva. Como llegó desapareció.
Ifeanyi
Antes de salir el sol y de que los gallos comenzaran a cacarear, Ifeanyi se había ido a Abaukwu. Nunca más volvió a pisar el suelo de Ozonmili ni se volvió a hablar de él.
Complacida, la diosa que lo había desterrado sonrió desde su trono. Lo que ella no sabía es que alguien, no lejos de allí, la iba a desafiar hasta el punto en que su nombre sería recordado eternamente pues quedaría escrito en los anales de las deidades. Hasta daría nombre a las transgresiones que contra ella perpetrara.
El nombre de este mortal… era Alu
El día que los padres de Nwaorieocha la enviaron fuera del complejo era Eke, día de la sagrada pitón y de mercado. Ella había llorado durante horas, insistiendo en que fue violada por el depravado y astuto dios Ekwensu, pero sus padres se habían negado a escucharla. «Te hemos visto escabullirte con Kodili. Incluso ir a la casa de su padre y culpar a su hijo. No daremos cobijo al hijo de otro hombre bajo nuestro techo» El rictus del mentón de su padre y su mirada contradecían lo expresado, pero seguía aferrado insistiendo en lo dicho al igual que su gesto desmentía lo expuesto. Estaba claro que a fin de cuentas era humano.
Intervino oportuna su madre: «Nwaorie, estos pechos ahora caídos te alimentaron durante nueve meses y me pagas así. Nwaorie ihere mere m! ¡Nwaorie me has avergonzado!» Su madre, dramáticamente, se tiró al suelo llorando y agitando los brazos como si su pelea fuera contra él.
Nwaorieocha
Nwaorieocha miró fijamente a su madre llena de incredulidad. Su madre sabía que era virgen pues hacía tan solo dos días habían visitado a la Dibia Anya Nzu buscando respuestas a los recurrentes malos sueños que acuciaban a Nwaorie. La Dibia lo había comprobado pero además la había hecho jurar en sagrado que ni siquiera lo había intentado. Sí averiguó que los recurrentes malos sueños eran sólo un presagio premonitorio de la visita que Ekwensu le haría. Nwaorie tenía catorce años, pero sabía que todo lo que sus padres manifestaban era por miedo, miedo a que engendrara hijos de Ekwensu bajo aquel techo. No era un problema de honor mancillado, era miedo. Y ella lo entendía.
Era harto conocido, y domino público, cómo actuaban Ekwensu y sus acólitos. Ekwensu rara vez engendró hijos con mortales; ese era el fuerte de Kitikpa. Pero cada vez que Ekwensu lo hacía, los niños siempre resultaban una amenaza para la comunidad. Peor, aun quedando a la custodia de sus madres, Él no permitía que las rebeldías, malos modos y atropellos que esos niños cometían, nadie pero menos que nadie sus madres, les reprendieran y menos aún les golpearan. Los mortales no debían reprenderlos so pena de tener que vérselas con Ekwensu, ya estaba él para hacerse notar, si es que algún año se había hecho notar, ocupándose.
Umuhu
Tal vez por eso no hay tantas leyendas como debería, aunque alguna cuenta que el roble crecido junto a una de las grandes rocas de camino hacia el arroyo, a las afueras de Umuhu, era en realidad una mujer que Ekwensu había petrificado. Ella había golpeado al hijo tenido con Ekwensu por haber ahogado a una de sus cabras en el río.
Ciertamente el niño salió caliente e incluso un hilillo le bajaba desde la nariz, pero nada comparado al daño ocasionado a la mujer. Ekwensu lo calibró a su manera y como siempre fue tan rápido como despiadado con su castigo, convirtiendo a la mujer en un árbol en el mismo sitio en que la encontró. E incluso actuando como genitor, ya de por sí extraño, se llevó a su hijo a vivir con él a Ugwu mmuo. Nsogbu era el niño, que empezó a ser el semidiós de los problemas y anfitrión del caos.
Nwaorie se fue a vivir con su abuela materna. La anciana, sacerdotisa de la diosa Ogbuide, guardiana del pueblo Oguta, estaba decidida a ayudar con lo necesario aunque fuera criar a un hijo de Ekwensu, por lo que acogió a Nwaorie y la cuidó hasta que dio a luz. Cuando a Alu le toco salir, lo hizo enseñando primero los pies. La abuela de Nwaorie no empujó las piernas del bebé hacia atrás como se suponía que las parteras debían hacer cuando un bebé salía de esa manera.
Ogbuide
Por lo general, se supone que se debe ajustar al bebé para que salga correctamente, la cabeza siempre primero. La sacerdotisa de Ogbuide sin embargo no tocó al bebé hasta que completó su viaje a este mundo, deslizándose fuera del canal de parto sin ayuda. Cuando finalmente levantó a Alu que ya lloraba entre sus brazos, al pequeño bebé ya se le apreciaban claramente los dos incisivos superiores en su boca.
Alu creció muy rápidamente, como se espera de los hijos de dioses. Cuando tenía dieciséis años, ya era una mole, fornido ya con músculos que envidiarían los más vigorosos guerreros. Si sus brazos eran en sí mismos mazas de combate sus imponentes muslos hubieran parado un ejército como si la muralla fueran añejos irokos bien ancladas sus raíces en el tiempo la tierra y los roquedales. Su descomunal cráneo parecía descansar sobre un cojinete hidráulico insertado en el voluminoso torso, formando un todo donde se mirara donde se mirara se veía exceso. Si algo conciso se pudiera decir sería que era ‘estremecedor’.
Alu
Como se esperaba desde que nació, sobre los dieciocho años, el espíritu de Ekwensu empezó a emerger en Alu. Su estreno fue memorable, no se sabe bien por qué, si fue un capricho adolescente o tal vez porque la tenía cerca, asedió el solo la pequeña aldea de Akoka. La pequeña aldea asediada presentó a sus treinta, 30 guerreros, armados con sus lanzas y machetes dispuestos a romper el insólito asedio.
No deberían saber y de nada valió aprenderlo, que un filo, aun romo, usado delicadamente o un plano utilizado con la fuerza de un pistón hacen que la más dura de las encarnaduras humanas parezca delicado terciopelo. Los treinta, 30, murieron ese día, aunque Alu no se fue de rositas, tuvo que lavarse un arañazo que, no se sabe bien cómo, tenía sobre el ojo izquierdo, herida que consta en los anales.
Akoka
Proclamó como ciudad a Akoka y la reclamó suya. Decretando que cada día de mercado cada familia le entregara diez tubérculos de ñame y tres aves. Nadie se manifestó en contra ni se enarbolaron pancartas. Ocioso si no se entretenía en cosas así, sus conquistas se sucedieron. Hasta que alguien se dio cuenta que tan solo las palabras de su madre conseguían disuadirle.
Él la atendía solicito abandonando aquello que con tan solo insinuarlo ella le pidiera, incluso era capaz de la misma manera, previa petición de su madre, que él ayudara, realmente algo inaudito que con cada día olvidaba más, mientras, todo lo que ella tenía que hacer era decir la palabra y él abandonaría o tomaría aquello que ella insinuara, sin importarle el esfuerzo que hubiera invertido o hubiera que invertir.
Ayudar no era lo suyo, sí las atrocidades, y las de Alu en Oguta llegaron a un punto crítico en un día de Nkwo, el de mercado más importante, coincidente con su decimonoveno cumpleaños. No está claro si para celebrarlo, pero ese día, entró desarmado en el complejo de Isiguzo, el hombre más rico de Oguta. Isiguzo tenía tres hijas muy hermosas, habiendo alcanzado ya todas edad para desposarse. Sin embargo, Isiguzo se había negado a dar a ninguna de ellas en matrimonio, comentando a quien le preguntaba que aún no había surgido un pretendiente que fuera suficientemente digno para alguna de ellas.
Olamma
Alu no entendía de protocolos, sí de hechos consumados, he iba a reclamar a una de ellas, concretamente a Olamma la más joven. Tal vez no fuera la más hermosa, pero si seducía su luminosa e inocente mirada que Alu encontraba irresistible. Él la iba a hacer suya, y aplastaría a cualquiera que se interpusiera en su camino.
Sin preámbulos, Alu se encaminó a la preciosista cabaña exageradamente atildada donde Isiguzo había alojado a sus tres hijas, a las que encontró sentadas sobre escabeles, parloteando animadamente sobre las habladurías oídas en el mercado.
Quedamente emitió un saludo a las dos mayores, y se hizo con Olamma a la que sin preámbulos se echó al hombro. Sabedor de que los gritos de las tres jóvenes habrían alertado a Isiguzu y sus parientes, se dirigió al compuesto principal donde comprobó que había seis hombres, armados con machetes, dispuestos a impedir el secuestro de ninguna de las muchachas.
Isiguzu
Isiguzu se mantenía apartado en una de las chozas del compuesto matrimonial, observando en compañía de sus esposas que se arremolinaban temerosas tras él. Alu depositó a la niña en el suelo, que apresurada, corrió buscando refugio, no bien si en sus hermanas o en la cabaña, pero dejando tras ella un reguero de hipidos y lágrimas a intervalos según el zigzagueante recorrido.
Un primer hombre se adelantó atacando impulsivo a Alu. Le habría cortado la cabeza con su machete, si Alu no le hubiera visto venir y descolocándose en una finta, agarró el brazo extendido del hombre y volteándole recondujo el machete en el mismo salvaje movimiento, destripándole.
«¡Que alguien vaya a buscar a su madre!» Se oyó. Nwaorieocha advertida hacía rato, llegaba jadeante al complejo de Isiguzu con los pechos desnudos bailando arriba y abajo alternándose a cada zancada. El compuesto de Isiguzo era ahora el de Desorden.
«Nna ‘padre’, abandona esta locura», exhortó Nwaorie a Alu mientras este destrozaba la nariz de alguien. «Volvamos a casa, biko zienu, ‘por favor’»
Alu e Isiguzu
Alu, como en shock, se quedó un momento pensativo como asimilando las palabras de su madre, aunque un puño perdido volvió a impactar en la misma nariz del mismo hombre de antes que no era otro que Isiguzu asegurándose de que se le rompiera, para a continuación estrellar su cuerpo contra el suelo dejando a Isiguzu tras esto coqueteando con la muerte. Alu volvió sobre sus talones, entre ido y resignado caminando hacia su madre.
«Nna, ¿por qué me haces esto? Nna por qué? » Alu absorto, la miró de soslayo, apretando espasmódicamente los puños por efecto de la ira que le embargaba. Las palabras de su madre le paralizaban y eso lo odiaba. «Nna, olvídate de esto, vamos. Escúchame, soy tu madre»…
Alu contuvo la respiración un momento. Luego, muy lentamente, mientras la miraba, sacudió la cabeza hacia la izquierda, luego hacia la derecha, para luego volverlo a hacer hacia la izquierda nuevamente… Estaba desafiando a su madre por primera vez en su vida. «No tiene por qué ser así. Vamos y … » Empezó a decir ella sin inmutarse Nadie entre la multitud que se había reunido lo vio venir. Ni el propio Alu era consciente, actuaba mecánicamente como si algo ensayado mil veces tuviera que volverlo a repetir. Incluso Alu no sabía que lo iba a hacer.
Harmattan
El mundo se paró una eternidad en la memoria y un nanosegundo en el tiempo. Fue lo que tardó Alu en atenazar a su madre por el cuello agitarla en el aire y estamparla contra la pulverulenta tierra dejada por Harmattan. Murió. No importaba si le rompió el cuello, le paro el corazón al agitarla o si fue el impacto final. Por lo que fuere, Alu había matado a su madre.
Restregando sal en las heridas, Alu persiguió a Olamma que desbocada huía o lo intentaba. La arrastró de vuelta al complejo de su padre entre pataleos y gritos. Conmocionados, todos observaron impotentes cómo Alu arrancando sus ropas, la penetró. Su primera sangre de penetración, hasta ahí virginal, fluía de su regazo impregnando sus muslos y se filtraba por la tierra atornasolándola de tonos cobrizos. Ella, cada vez más quedamente, gemía y sollozaba a cada bestial acometida de Alu.
Los hombres, acobardados, incapaces de impugnar tan depravado proceder, se mantuvieron al margen. Las mujeres, absortas, a duras penas atinaban a cubrir los ojos de sus pequeños. Alu, mientras, reclamaba su premio. Tras una eternidad minutal, Alu se retiró de ella proyectando su semilla por toda su cara inocente.
Los Dioses
Alu creyó consumada su venganza pero no dejo de ser su fin, pues remedo de sí mismo ya es un mero recuerdo.
Los dioses habían dilucidado sus luchas utilizando como fichas del juego a los humanos. A fin de cuentas tal vez los humanos seamos los Dioses de los dioses.”
Los mitosno tiene fin sino que enhebran historias de dioses con vicios humanos que se van enredando, como en el de: “Uhammiri*27 y al César lo que es del César pero a la Diosa, lo suyo”
*27 Nota: Huammiri o Ogbuide es diosa del agua y del lago Oguta para los Igbo sobre todo losde Oru en Mgbele,Estado de Imo. Es a su vez el lado femenino del universo en la cosmogonía Igbo.
Veámoslo:
Revisé mi reloj hasta cinco veces antes de que el oficial trajera a mi cliente al área de visitas del Cuartel General del Comando del Área de Policía de Oguta III. Hasta entonces, mi única compañía habían sido las paredes beige salpicadas del cuero marrón de unas andrajosas sillas, algún oficial que pasaba y el tormento de un infecto olor a pescado podrido.
la cosmogonía Igbo
La empujó con brusquedad hacia el asiento de plástico agrietado del otro lado de la mesa y me miró fijamente. Entendí.
«Eh. Bien hecho, va oga, gracias por todo» Estreché su mano, transfiriendo sutilmente mil nairas al entrelazar las manos.
«Gracias hermana», dijo saliendo tan rápido como sonriente.
La mujer aún dudaba y no parecía dispuesta a hablar. Me miró con la desconfianza preñada en sus pequeños ojos negros. No entendí por qué, pues yo era la mejor vestida de las dos. Había estado detenida desde la noche anterior y su blusa de algodón azul necesitaba de urgencia una plancha al igual que su falda de mezclilla. El aspecto de su cabello, recogido con premura en una espesa cola de caballo, requería asimismo urgencias, pero con todo acentuaba unos bonitos ojos sombreados.
La tensión enmarcaba con tirantes líneas sus delgados labios, haciéndola aparentar más de sus cuarenta y ocho años. Sus uñas sí sorprendían; a la francesa, resultaban elegantes incluso al marcar nerviosas un aleatorio compás sobre la mesa de madera ya curtida en mil batallas como esa.
Offordile
«Sra. Offordile, comencé en tono suave, soy una abogada enviada por el estado para ayudarla. Puede hablar conmigo»
Ndidi Offordile me miró sorprendida y extrañada: «No sabía… errm… que… tuviera que ser una abogada la que debía… ¡rescatarme!. ¿Cómo supiste de mi caso? ¿Dónde está mi esposo?»
«Soy del Ministerio de Justicia», dije en igbo, eludiendo la última pregunta. «Nos dijeron que te detuvieron por alterar el orden público. ¿Qué hiciste?» Cogí de mi bolso la pequeña botella de agua que siempre llevo y eché un sorbo para darle tiempo a asimilar la situación. «¿Quée? ¡No hice nada!» Exclamó, expresándose con mucha más seguridad y fluidez al hacerlo en su lengua materna. «Vine a decirle a esta gente que…»
«Nne, ‘madre’, trata de calmarte. Solo baja un poco la voz», la interrumpí haciendo un gesto de templanza.
Nne
Ella resopló y entre susurros pero arrastrando, remarcando las palabras me dijo: «¡Vine a denunciar la desaparición de mi hija! Se lo estaba diciendo, insistiendo, y ellos me repetían que debían pasar veinticuatro horas, todo un día, para que pudieran empezar a investigar. Les explicaba que esta no es una desaparición normal, pero no me escuchaban, insistían que veinticuatro horas para atenderme, que me fuera que sí no se verían obligados a encerrarme si no lo hacía de inmediato»
Su labio inferior tremolaba, inclinó la cabeza. «Lo hicieron y se llevaron mi teléfono. Se lo llevaron y hace un rato me han dicho que nadie había llamado»
«Nne, ‘madre’, está bien no te preocupes. Nos moveremos todo lo que podamos, pero explícame antes cómo sucedió»
Gimió entrecortada mientras me miraba sopesando mi aguante. Preguntándose cuantas lágrimas necesitaría para conmoverme…
Me incliné hacia ella y la miré a los ojos. En el melodioso dialecto Okichi le murmuré: «Nuestra gente dice que la rana no corre por nada durante el día. So pena de estar persiguiendo algo…»
«O… por algo que la está persiguiendo» Terminó el proverbio con un expectante suspiro.
Okichi
«Eres de Oguta»
Asentí. «Ambos padres de Okichi»
«Yo del poblado de Umudei. Entonces, ¿conoces… las viejas historias del lago?»
«Mi madre es bastante versada en esas historias, sí»
«¿Piensas entonces aún que estoy loca?»
«Oso di eri, ‘eso no sucederá’. No soy una forastera. Así que dime desde el principio, ¿qué pasó realmente?»
Respiró profundamente y como extrayéndolo con pico y pala de lo más profundo de su alma se dispuso a contarlo, pero como rezuma el agua de entre las grietas de una presa…
«Dijiste desde el principio y esto no empezó ayer. Mi esposo Oguguo, y yo, no habíamos tenido hijos durante casi diez años, y se me hacían insoportables los comentarios y habladurías cada vez que visitaba a mi madre en Umudei. ‘Prefirió no usar el seno materno y tener hijos por no gastar en ellos y hacerse rica, por mantenerse hermosa’, comentaba la gente. No les quedó nada por achacar en mi contra.
Los pastores
Acudí a las iglesias. Los pastores me recibían solícitos y amigables pues mis contribuciones les permitían pagar sus gastos. Pero desde luego ellos no tienen comunicación directa con Dios, pues nada me resolvieron. Un día, mi madre, ante mi desesperación, me dijo que fuera a verla. Tenía algo importante que decirme pero: «Ven sola», me dijo. Al día siguiente estaba allí.
Tomó mis manos entre las suyas, me miró dulcemente y me dijo: ‘Eres estéril por culpa de Uhammiri’».
«¿La diosa del lago? Mamá, ¿qué estás diciendo?»
«¡Escúchame! Incluso antes siquiera de saber de la existencia del hombre blanco, Ella se ha estado quedando con niñas de nuestra familia»
Desconcertada, me senté, para en silencio escuchar, cada vez más horrorizada, la historia de Erimma Ukaa:
El día de su decimosexto cumpleaños, Erimma Ukaa regresaba del arroyo, cuando se presentó ante ella Okwudili, la sacerdotisa de Uhammiri:
Erimma Ukaa
«Erimma», la renombró la sacerdotisa, «Hermosa Erimma. Has sido bendecida», le dijo emocionada pero solemne. «Eres la elegida para servir a Uhammiri, nuestra Madre del Lago en esta vida y la venidera. ¡Así se me ha mostrado, así lo he percibido y así lo manifiesto. ¡Y por la Madre, así será!»
Erimma Ukaa quedó atónita pero más al contarlo a su madre tras lo que su estado pasó a agónico. Eso significaba que si llegaba a correrse la voz y ser conocido por la gente, ella y sus descendientes serían marcadas para siempre como Osu, esa clase de parias inferiores a los esclavos, a los que la gente despreciaba y con los que nadie quería casarse.
Al caer la noche y buscando la penumbra, corrió al santuario de Uhammiri y le rogó a Okwudili que intercediera por ella. La joven se trasmutó en rio de lágrimas y súplicas. Conmovida Uhammiri cedió, pero imponiendo una condición… «¡Sí, sí! ¡Todo lo que Ella quiera!» se anticipó Erimma. «…la condición es que todas las primeras hijas de Erimma y su descendencia le pertenezcan», sentenció Okwudili.
Odogwu de Umuorima
Erimma Ukaa se casó con un Odogwu de Umuorima y abortó el primer embarazo. Nadie pensó demasiado en esto cuando concibió de nuevo. El secreto pasó a la segunda hija, quien se lo pasó a su segunda hija, siempre la primera nacía muerta. Terminó compungida mi madre.
Yo era su segunda hija, y como ella, descendiente de Erimma Ukaa.
«¿Entonces los niños han estado muriendo en esta familia, solo para que no nos convirtamos en Osu?» Pregunté incrédula a mi madre.
«Quizás, en tu caso se cumple la obligación de hacer frente al tributo en Umudei, nuestro pueblo. Cada aldea de Oguta tuvo que dar una doncella para que sirviera a Uhammiri, incluso cuando el Santuario estuvo abandonado largo tiempo. Esas mujeres se mantuvieron estériles de por vida».
Era monstruosamente injusto. Se llevó a todos esos bebés y yo, ahora, no podría tener hijos.
Atormentada pero resolutiva mi madre me hizo callar. Me dijo que iríamos al lago a pedirle un hijo a la diosa.
Adanne Ogene Nwanya
Fuimos con Adanne Ogene Nwanya, ¿la conoces? la mujer más vieja del pueblo. Era una noche clara y sin estrellas. Ogene Nwanya dejó los regalos que trajimos en la orilla norte del lago Oguta; un espejo hecho a mano, un collar de coral y una botella de Schnapps. Cosas que según ella tentarían ablandando a la diosa. Cosas que en ese entonces me habían costado un brazo. Ella suplicó en nuestro nombre, usando muchos halagos y palabras bonitas. Finalmente, entró en trance durante casi dos horas.
Cuando salió del trance, me explicó que la Madre del Lago se había compadecido y me prestaría una hija, pero que en su decimosexto cumpleaños debía ser devuelta a Oguta. Estaba consternada, pero Ogene Nwanya dijo que era la última palabra de la diosa. «Cuidado, hija mía», masculló, mirándome con un ojo medio ciego. «El agua siempre recupera lo suyo».
Nada dijimos a nadie, ni a mi marido. Mi hija nació exactamente nueve meses después. La llamamos Onyinyechukwu, porque quería que fuera un ‘regalo de Dios’. El Señor de los Cielos, que creó el cielo y la tierra, seguramente tendría dominio sobre los espíritus del agua como Mammy Uhammiri.
Las maledicencias y habladurías finalmente se ahogaron.
Enugu
La crié como una intachable cristiana aflorada de nuevo. Antes de ingresar en primaria ya era capaz de recitar versículos de la Biblia de memoria. No usa jeans, no tiene amigos varones y la inscribimos en un internado católico para niñas en Enugu. A pesar de todo esto, cada año ha ido aumentando mi presión arterial.
Hace tres días mi madre me llamó por teléfono. «Ndidi, ¿estás lista para cumplir tu promesa?»
«¿Qué promesa?» Pregunté con frialdad.
«¡Ah! ¡No seas terca con Uhammiri! Es tan generosa como caprichosa».
«Mamá, yo sirvo al Dios vivo. Este espíritu marino no puede chantajearme para que le dé a mi hija, mi propio hija, para que se una a su liga de sirenas»
«Ndidi, hija… ¡No!»
«¡Ella es una hija de DIOS!» Grité y terminé la conversación.
Onyi
Ato. Al día siguiente, en su decimosexto cumpleaños, fuimos a visitar a Onyi al internado. Estaba más alta. Y muy bonita. «¿Mira lo bien que está? Tomamos esta foto ese día. Quería que la lleváramos a casa, pero Oguguo se negó en rotundo. No pasó nada. Antes de acostarnos yo temblaba aliviada. Oguguo, preocupado, miró que no tuviera fiebre»
«Y luego… ayer por la mañana…»
… Ndidi jadeó al quedar sin aire peleando por terminar su relato: «El director me llamó… y… y dijo que mi hija había desaparecido. ¡Oh Dios! … quería morir. Salí corriendo de casa. Oí sin escuchar cómo Oguguo gritaba mi nombre. Abordé un autobús hacia Peace Park. Viajé directamente a Oguta y corrí hasta el lago. Vi un uniforme escolar: blusa, falda y sandalias tiradas en la arena. La falda tenía su nombre: Onyinyechi… mi hija…»
Se palpó el costado y emitió un sordo gemido, como el de un animal herido.
«Todo por culpa del estúpido trato de Erimma Ukaa»
Me quedé mirando la foto medio arrugada en su puño. La niña estaba de pie junto a su padre, alto y fornido, sonriendo. Tenía los bonitos ojos negros de su madre y los pómulos marcados. Su expresión era la de alguien con la mayor fe en el mundo.
«Por eso necesito llamar a mi esposo y que traiga dinero para que estos policías me dejen ir», dijo recomponiendo su ánimo haciendo un valiente esfuerzo.
Ndidi
Concentró su pensamiento mirando sin ver la mesa y expresándolo: «Cuanto antes nos vayamos, antes podremos llegar al lago. ¿Puedo llamarle con tu teléfono?»
«Oh, eso no será necesario»
«¿Ehn?»
Tomé otro trago de agua de mi botella, antes de decirle: «La fianza es gratuita en la comisaría. Ya te han liberado» Previamente ya había hablado con el DPO antes de pedir que trajeran a Ndidi.
Ella se quedó boquiabierta. Luego se incorporó de un salto. «¡Ngwa, corramos! Tenemos que llegar al lago… »
«¿Por qué?»
Eso la detuvo. Me miró sorprendida como si de repente pensara que era un poco retrasada.
Pausé el momento iniciando lentamente un movimiento como para quitar una imaginaria pelusa de mi hombro: «Tú misma dijiste que te habían ‘prestado’ a la niña»
«¡Dije que tuve un hijo después de nueve meses!» Espetó en un gruñido seco enseñando los dientes.
«Ah. Bueno, eso lo cambia todo». Sonreí pacientemente. «Porque en circunstancias normales, Onyi ya debería estar muerta. Ella es tu primera hija, ¿no es así?»
Chi Uwku
Sus ojos se desbocaron y como si la hubiera golpeado y le faltara, aspiró ávida aire.
Impertérrita, le dije: «Nunca admitirás que la Madre del Lago te dio la niña para que en su momento la devolvieras. Pensaste que acogiéndola a Chi Uwku quedaríais exentas. Fue una jugada inteligente, pero… El problema es que Chi Ukwu también tiene reglas sobre este tipo de cosas. Dale al César lo que es del César»
«¿Quién eres tú?» Balbuceó. «No estás aquí para ayudarme. ¿Quién eres tú? »
Extendí las manos con las palmas de frente yabrí mis ojos con fingida expresión de sorpresa: «Bueno, soy ‘César’»
Aturdida, la mujer pareció captar solo en parte el significado de mis palabras, pero, como fuera, su efecto fue electrizante. Ella inflamado su pecho bramó: «¡Te maldigo, bruja, a ti y a quien te envió! ¡Mi hija es hija del Dios Altísimo! No hubo conjura malas mañas, ni…»
Humanos. Siempre necesitando una demostración. Que así sea.
Yo la complací.
bastón Serpiente
Puertas y ventanas se cerraron de golpe. Aspiré el vapor del ambiente exudando el agua cuyas moléculas rectifiqué hasta formar mi bastón Serpiente, forjado en las llamas eternas del inframundo de Ekwensu. Refulgió en la repentina oscuridad de la sala de visitas, más que cualquier neón del rojo más encendido. Y sobre esto, aún sobresalía el destello de los ojos de la cobra que se disponía a sisear a Ndidi, que muda por el terror yacía caída en el suelo. Gemía.
«¡Estúpida mortal!» Escupí. Mi voz sonó coral, como si todas las mujeres que cumplieron lo pronunciaran al unísono. «Teníamos un contrato vinculante. Perdiste toda esperanza en la ayuda de Chi Ukwu cuando solicitaste la mía. Te presté mi tributo y la he recuperado»
«¡Nooooooo!» Imploró. «¡Mi hija, mi hija!»
«¡Silencio! » El serpenteante bastón se inflamó cuando canalizó mi ira.
Uhammiri
No era la primera vez pero me seguía asombrando su descaro. «El mosquito que se niega a salir de la oreja acaba enterrado con el cadáver. No se juega con Uhammiri; quien lo hace acaba ahogado. Si hubieras cumplido tu compromiso, tal vez me hubieras persuadido, pero jugaste intentando ganar con trampas»
Ndidi siguió sollozando, agarrándose impotente a sí misma los brazos. «Mi hija», susurraba entre lágrimas, «Dame a mi hija, a mi niña»
Imperturbable, un imperceptible gesto de mi mano hizo aparecer tres artículos sobre la mesa: una gran botella de aromático licor transoceánico, el collar de coral de tres vueltas y el espejo de mano tan singularmente tallado. Lamenté especialmente el collar, pero tenía una reputación que mantener.
«Esto es tuyo» dije, mientras la puerta se abría lentamente para dar paso a la luz y los gritos de los policías que se estaban acercando. «Para que nadie diga que soy… caprichosa»
Ogbuide
Sus ojos se tornaron opacos. «No, no por favor, ¡tómalos! ¡Te lo ruego, oh Diosa, toma los regalos y perdona a mi hija!» Dos policías pasaron a mi lado entrando en la sala empuñando las porras. «¡Te lo ruego, dame a mi Onyi! ¡Onyi ooooh!» Sus gritos aún resonaban cuando me fui.
«¡Nawa, oh! ¿Qué le preocupa a la mujer?» Me preguntó un oficial de mediana edad desde el mostrador de recepción cuando salía del registro.
Mi rostro era el epítome de la simpatía femenina. «No puede encontrar a su hija naa. Si fueras tú ¿no te volverías loco?»
«Oh mi hermana, es verdad». Luego miró el nombre que había escrito. «Tu apellido, Ogbuide es tu apellido…» cavilaba mesándose la tenue barba negra. «Ese es uno de los nombres que los lugareños dan al espíritu que supuestamente vive en el lago. Muy supersticiosos por cierto. No recuerdo el otro nombre».
Sonreí ampliamente. «Ni lo digas»

Juanjo Andreu
Profesor de Bellas Artes y comisario cientifico de arte tribal africano
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